Precisamente por el diluvio de imágenes, somos iconoclastas. Las imágenes hechas consumibles destruyen la especial semántica y poética de la imagen, que no es más que mera copia de lo real. Las imágenes son domesticadas en cuanto se hacen consumibles. Esta domesticación de las imágenes hace desaparecer su locura. Así son privadas de verdad.
Byun Chul-Han. En el enjambre.
La naturaleza gusta de ocultarse
Heráclito de Éfeso
El ojo es el centro de los sentidos. Si, nuestra cultura tiene como centro de las sensaciones a la vista. Es este sentido estereoscópico el que nos permitió sobrevivir en los estadios más tempranos de nuestra evolución como humanos, pero hoy día nos limita porque ocupa una gran porción de nuestra jornada con imágenes que sesgan la construcción de la realidad a través de la tele, de internet y sus redes sociales. Las imágenes se producen para agradar y almibarar nuestra experiencia, haciendola una especie de golosina, llena de calorías y desprovista de valor nutritivo. Vivimos en una relación fantasmagórica con los objetos que son representados en esta imaginería. Hoy día a este sentido se le muestra todo tan rápido que nos llenamos de información sin llegar siquiera a reflexionar, a conocer. Hoy todo le es instantáneo…y fugaz.
¿Y si un día partimos de nuestro sentido menos dominante para registrar lo que él va percibiendo a cada momento? La cosa consiste en añadir dimensiones a nuestra experiencia. Yo continúo explorando el mundo háptico para encontrar las bases de una existencia plena. Me refiero al tacto, a la impresión del peso del cuerpo y a nuestro equilibrio espacial. Todo ello es lo háptico y es una buena porción de aquello que nos permite integrarnos al entorno: sensaciones para conservar y disfrutar la vida.
El mundo nos da información, nos estimula por capas. Los olores, colores y sabores son datos de nuestra experiencia en el mundo. Hay texturas que invitan a hacer contactos…o disuadirnos de ello. Lo sabores amargos o salados nos alertan de posibles intoxicaciones. Asimismo, reconocemos el viento y el calor del sol al percibirlos en la extensión de la piel. Pero también tenemos a la música, a la voz y al ruido, que provocan diversidad de estímulos, inclusive táctiles. Y tenemos al lenguaje, que orienta, toma y recrea las sensaciones. Nos ayuda a expresarlas y a enriquecerlo con nuevas palabras…y nuevos y más complejos significados.
A propósito de los sentidos y de su cuota en el campo de experiencia del mundo, el arqueólogo francés Leroi-Gourham propone imaginar qué hubiera pasado si no fuera la vista el sentido rector en nuestra percepción:
… si el tacto, la percepción sutil de las vibraciones o la olfacción hubieran sido nuestros sentidos directores (…) hubieran existido una «sintactias» o unas «olfatias», cuadros de olores o sinfonías de contactos, para entrever unas arquitecturas de vibraciones equilibradas, unos poemas de saladuras o de acidez, todas ellas formas estéticas que, sin sernos inaccesibles, encontraron en nuestras artes nada más que un sitio modesto.
André Leroi-Gourham. El gesto y la palabra.
Así como nuestro mundo es ocularcentrista también lo son las artes. No obstante, la gastronomía ha cumplido un papel importante en la apreciación de otras experiencias, que no solo se restringen a la gustación (sentido inferior en el ser humano) sino también exploran lo relativo a los olores y a las texturas, que evolutivamente nos han permitido incorporarnos en espacio y tiempo con éxito. La cocina molecular y la tecnoemocional no son más que expresiones de estos poemas de sinfonías de contactos, cuadros de olores, sintactias, olfatias, poemas de saladuras y de acidez a que se refiere el autor francés.
Cuando empecé a aprender el idioma francés tuve una emocionante sorpresa. Lo que para los hispanohablantes es la palabra «oler», como acción, se utiliza en francés la misma palabra que se usa para la percepción táctil y para los sentimientos: «sentir». De la misma manera, la categoría de lo que nosotros llamamos sabores (como cuando hablamos del sabor de helados), tales como chocolate, tamarindo, parchita, patilla o vainilla, en francés se les llama «parfums».
En castellano el verbo «sentir» expresa la percepción de texturas pero también las impresiones sentimentales. En francés, repito, se aunan a éstas los olores ¿Es el parfum un estímulo para sentir un sabor y también una substancia que impregna de agradables partículas odoríferas una superficie? ¿Los sabores impregnan de olor todo cuanto tocan? ¿Son las frutas o el chocolate primero perfumadas y después sentidas? Pues, no me cabe duda de que se trata de una experiencia rica. Es la amplia forma en que el lenguaje puede suscitarnos a involucrarnos con nuestro entorno.
Existe una vinculación entre la arquitectura del lenguaje y la arquitectura de la cultura. No todas las cartas están echadas pero hace tiempo ya que los lingüistas Sapir y Whorf intuyeron algo, proponiendo una suerte de determinismo lingüístico, al afirmar que:
los mundos en los que viven las diferentes sociedades son mundos distintos y no el mismo mundo con diferentes etiquetas adheridas.
Edward Sapir
Hoy no se piensa que estemos tan estrictamente determinados pero si que el lenguaje canaliza la experiencia, es decir, que percibimos mucho más clara y evidentemente lo que está en las formas de nuestro lenguaje. Perdón, la idea no es hacer un tratado de linguistica sino una reflexión que rompa lo sobreentendido.
Cada vez se hace más tangible la necesidad de hacernos conscientes de nuestro entorno. En efecto, hace poco ví la oferta de una sesión de cata de vino mindfulness. El mercado está lleno de muchos quienes buscan hacer una sesión de ayauasca o de quienes practican yoga o taichi. No estoy hablando nada nuevo. La cata ha pasado a constituir una experiencia orientada a la atención plena, un ejercicio de contemplación. A diferencia de la degustación, suele buscar objetivar las múltiples cualidades de un producto, que puede ser chocolate, café, aceite de oliva o vino, entre otros. Se examina sometiéndolo a la atención de los sentidos, por fases.
La cata del Cocuy (agave cocui), un destilado venezolano parecido al quizás más famoso tequila, involucra colocar una parte de la bebida en las manos y frotarla para, por un lado, sentir si la untuosidad revela la deshonesta presencia de azúcar añadida y, por otra, lograr que evaporen los alcoholes y revelar el puro olor a cocuiza, la fibra vegetal con la cual, inclusive, se fabrican petates, bolsos y sandalias y cuyo aroma es bien conocido, exquisito, diría yo. Pero de esto apenas tengo una experiencia tan breve que no puedo decir más en términos técnicos.
La cata del vino ha sido una práctica de larga data y bien documentada. Para ser un buen catador es necesario degustar con atención los alimentos del día a día así como también acceder y explorar espacios naturales para descubrir, detallar y reconocer aromas florales como jazmin, acacias, naranjos, manzanilla, melocotón; o de maderas como roble, cedro, etc. Discernir con claridad diversidad de especias, y así diferenciar el anís, la canela, los clavos y la pimienta, entre otros. También es distinguir entre olores de químicos como alcohol acético, carbónico, anhídrido sulfuroso, o bien, olores a quemado, humo, pan tostado, almendra quemada, caramelo; también reconocer el olor a pino, trementina o resina.
Cuando una botella ha estado hace tiempo guardada, hemos de reconocer su «aroma de cautividad» para ser capaces de apreciar la evolución del vino en contacto con el aire ¿No es esto una sintactia, una imagen que sintetiza la idea de permanencia, la prolongación en cautividad materializada en un eter fugaz?
Ser capaz de comparar el mismo alimento o elemento en sus matices. Se trata de un oficio, de una labor técnica muy rica, muy atenta, donde la memoria juega un papel crucial, pero cuyo entrenamiento amerita atención plena porque podríamos caer en la trampa de la subjetividad de la memoria que los olores suelen desencadenar.
Un vez llegada la fase gustativa, complementamos las impresiones olfativas, con la percepción retronasal: ciertos olores emanan sólo cuando los alimentos son masticados o entran en contacto con la lengua. Luego lo dulce, ácido, salado o amargo se evalúa en una suerte de evolución de acuerdo al ataque, evolución e impresión final de la porción de vino en boca. En lineas generales, se busca evaluar la redondez, el equilibrio y/o la eurritmia, imagenes que se expresan en un territorio no visual.
Yo no creo que estas cosas sean exclusivamente para catadores. Pienso que no son más que la refinación de un ejercicio que debemos hacer todos los días con nuestros alimentos y en nuestro entorno natural. Serían actos diarios de gratitud con la vida propia, que es una extensión de la vida de nuestro entorno natural. Estar en cuenta con todas nuestras capacidades perceptivas, valorar lo táctil, tan extenso como nuestra piel, el órgano más grande del cuerpo.
Retornando al vino, la fase táctil se reduce a la astringencia, el calor y la frescura dados por la proporción del alcohol, lo picante por la presencia de gas carbónico…y la rugosidad como sensación desagradable dada por defectos de la gestión de la vid.
¿Y si en nuestra cotidianidad nos ejercitáramos en la degustación plena, si cataramos todo para nosotros y no más que para conocer cada micra de lo que probamos? Quizás llegáramos a catar cada cosa, a identificar los momentos con claro discernimiento y robustamente recordar y construir multidimensionalmente nuestra vida…a distinguir el café de hoy del de ayer, a conocer la personalidad de cada barra de chocolate, a encontrar el aceite en la sutil textura del bocado.
Creo que la cata es un ejercicio de atención para comprehender en qué sentido el eterno Heráclito diría:
Es imposible meterse dos veces en el mismo río, pues quienes se meten, sumérgense en aguas siempre distintas.
Heráclito de Éfeso
No me atrevería a decir que dejemos de lado la variedad de colores y densidades que se aprecian en la fase visual de la cata. Desarrollar a cabalidad la aptitud para discriminar el espectro cromático con los vinos blancos (amarillo acuoso, dorados, ambar, verdoso, etc.) y los tintos (cálidos caobas, morados, rubí, cereza, etc.), pero también de su espuma, su limpidez, su homogeneidad es también un ejercicio que nos mantiene amarrados al tiempo presente. Constituye una gama hermosa y un juego óptico capaz de enriquecer nuestra exploración del mundo. Somos nosotros mismos los que estamos allí recreando nuestras vivencias e incorporándolas en cada sorbo, en cada bocado, en cada bocanada de aire.
Los hombres no comprenden que lo diferente concierta consigo mismo y que entre los contrarios hay una armonía recíproca, como la del arco y la lira.
Heráclito de Éfeso