Tacto, luego existo (I)

Todos los sentidos, incluida la vista, son prolongaciones del sentido del tacto; los sentidos son especializaciones del tejido cutáneo y todas las experiencias sensoriales son modos de tocar (…) Nuestro contacto con el mundo tiene lugar en la línea limítrofe del yo a través de partes especializadas de nuestra membrana envolvente.

Juhani Pallasmaa. Los ojos de la piel.

Nunca hay que lamentar la pequeñez de los pies, porque mueven el mundo. No son la Tierra en su totalidad, sino la posibilidad de recorrerla en todos los sentidos. Le dan acceso.

David Le Breton. Caminar. Elogio de los caminos y de la lentitud.

¿Cómo proponer una háptica sin ser autobiográfica? El tacto quizás es, de los sentidos, el que une a la especie humana en igualdad. Lo digo porque hay quienes carecen de sensibilidad visual; otros, auditiva; pero todos -o casi todos- somos estimulados por su intermediación y es nuestro primer contacto con el mundo. También es el recurso para solucionar nuestros problemas más sentidos y profundos, nuestro sentido de la existencia. Comienzo pidiendo disculpas pues iniciaré esta serie de manera autobiográfica. Voy…

Después de tocar fondo en circunstancias vitales, me vi en la necesidad de trabajar hasta las 9 de la noche, en Caracas, sin tener automóvil, y regresar a casa tarde, en una ciudad de fama negativa por la delicuencia, en bicicleta. El transporte público era escaso, además, de poco alcance, y caminar me producía mucha más ansiedad . Cuando hablo de tocar fondo me refiero a que había estado sometida, por años, a mucha tensión y, según una amiga especialista en el área, mi neuroquímica (secreción de serotonina, dopamina y endorfina, entre otras) había cambiado con el estrés y me era difícil salir del estado de pesimismo crónico.

Aunque en ese momento podía parecer descabellado para mí, y seguro para muchos lo sea, el recorrido en bicicleta procuró un paréntesis seguro a mi jornada. Pasé de la persistente y aislante introspección a la atención plena en el entorno. Y aunque yo iba más lentamente que un autobús, llegaba más rápido a mi casa. Era un recorrido controlado, comenzaba cuando yo salía, y continuaba, sin esperas por nadie ni nada, hasta llegar a casa.

Andar en bicicleta suele optimizar x5 la marcha a pie. No había duda, tenía miedo a las comunes amenazas asociadas con la noche –atracos, accidentes– pero funcionaba y fuí dándome cuenta que yo no era la única y que había una enorme comunidad que suele autodenominarse de ciclismo urbano. Andaban por allí a toda hora, literalmente ¡a toda hora!

Cuando llegaba a casa, lejos de estar estresada, llegaba sin aliento pero con una satisfacción que no sabía de dónde venía. Me extrañaba que así fuera. Los motorizados, a quienes temía, ni siquiera cambiaban de velocidad cuando pasaban a mi lado, aunque yo si lo intentaba: trataba de aumentar la velocidad, pero ni podía superarlos en rapidez ni hubiera podido evitar un asalto. Nada de eso ocurrió. Yo era algo así como invisible para todos, al menos en aquel año 2016. Y aprendí a gozar de esa suerte de invisibilidad. En ese tiempo no tenía luces para mi vehículo, lo que, junto al silencioso desplazamiento de la bicicleta, me hacía sentir montar un enorme felino de hierro.

En el día el día, la llegada al trabajo también estaba cargada de adrenalina y de infancia. Asimismo, la llegada a encuentros sociales… fui haciendo en mi bici todas las llegadas. Me cargué siempre de adrenalina y mejoré mi resistencia física, mi apariencia y mi mentalidad: había duchado mi fisiología de todos esos neurotransmisores cuya secreción suele cambiar a punta de psicotrópicos. Al cabo de seis meses mi mirada del mundo y de mí misma había cambiado. Tuve justamente un tratamiento psicofísico muy eficaz. Salí de la telaraña.

Sin darme cuenta, me estaba plegando a una práctica de desaceleración a través de una estética urbana más directa. No es una paradoja. O lo es. Llegaba más rápido a casa pero yo era la locomotora, yo era el pasajero-motor, mi cuerpo estaba participando en pleno en el desplazamiento, con mente incluida. Iba lento, iba a tracción de sangre, iba a mi velocidad e iba en una orgánica retroalimentación ritmada por y con el entorno.

Cuando vamos en un vehículo automotor, somos susceptibles de atascarnos en el tránsito, en la búsqueda de estacionamientos, en la salida de los mismos; atascados entre otros carros en embotellamientos masivos, en calles del centro de la ciudad, en semáforos con fases cortas en grandes intersecciones, en atascos llenos de carros con solo su conductor como pasajero. Y allí, tras el parabrisas y los apuros, la experiencia del espacio se deslinda de la textura del entorno y es únicamente visual. Se vuelve bidimensional.

Debo hacer un paréntesis para reiterar que no hago campaña contra el carro automotor sino a favor de la desaceleración, de la experiencia del entorno….y de la movilidad sustentable. No hay mejor forma de embellecer el entorno que involucrarnos con él. Si lo abandonamos, se lo dejamos a quienes lo aprovechan maliciosamente, lo dejamos a los zombies y lo dejamos erosionar ¿Por qué no caminar hasta la bodega que queda a un kilómetro o menos? Nuestro cuerpo entero y nuestra sensorialidad lo agradecen.

Al caminar, como al andar en bicicleta, los caminos son sentidos, son fines en sí y procuran una noción multidimensional del mundo. Se trata de hacer que el tiempo te pertenezca y, como dice André Le Breton en su Elogio de los caminos y de la lentitud, burlar los imperativos de velocidad, del rendimiento y la eficacia puede consistir en perder el tiempo con elegancia, en tomarse uno su tiempo, inclusive movilizarlo de manera tal que la progresión se de en un tiempo interior, donde haya un regreso a la infancia (…) una rememoración que con el correr de la ruta desgrana imágenes de una vida, [sea] una suspensión feliz del tiempo, una disponibilidad para entregarse a improvisaciones según los acontecimientos del recorrido.” (Le Breton. Caminar, p.46)

Retornar a los sentidos amerita alternar a diario con la lentitud, es decir, esquivar la velocidad; solo así se resemantiza nuestro entorno, le otorga significado, le llena de experiencias, de referencias. Se trata de algo que no nos ocurre en virtud de la aceleración:

Hoy en día viajamos a velocidades que nuestros antepasados ni siquiera podían concebir. Las tecnologías relacionadas con el movimiento –desde los automóviles a las autopistas continuas de hormigón armado- han posibilitado que los enclaves humanos rebasen los congestionados centros y se extiendan hacia el espacio periférico. El espacio se ha convertido así en un medio para el fin del movimiento puro –ahora clasificamos los espacios urbanos en función de lo fácil que sea atravesarlos o salir de ellos.

Richard Sennet. Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental.

La velocidad impone aislamiento. La experiencia del espacio se convierte en algo superficial. La tecnología nos permite evitar el riesgo de sentir a algo o a alguien, de sentir intrusiones, de exponerse al conflicto o a la confrontación. Inclusive, los espacios se convierte en mero tránsito. Solo los vemos pasar, sin sentirlos. Nos desarraigamos. Ahora más que nunca vivimos en un mundo erigido sobre lo visual. El resto de los sentidos se encuentran reprimidos, sobre todo el tacto, cuya obra es moldear la experiencia y, en conjunto con la visión desenfocada, envolvernos en la «carne del mundo», como diría Juhani Pallasmaa.

En estos tiempos de pandemia hemos retornado a cierta lentitud. Hemos limitado nuestra vista, pero la vista lo ha sido todo o casi todo para sentir al otro. Y nos dimos cuenta de sus límites. Reconocemos el valor del abrazo, de la plaza, del parque, del caminar y sentir la libertad de respirar hondo y franco, reconocemos el valor de la proximidad y del roce; asimismo, reconocemos la sensación de apertura y tacto visual del mundo que nos produce la vista desenfocada en un espacio abierto y algo concurrido.

Podría afirmar con una pregunta apoyada en Richard Sennet :¿Nos damos cuenta que las pantallas en general son consecuencias espaciales de problemas no resueltos en las calles, las plazas, los mercados, la iglesia y las alcaldías, donde la gente estaba obligada a tocarse?

En este artículo propongo que caminar sea desacelerar. Refiere un gesto y una práctica que rompa con la dictadura de la velocidad. Me refiero a caminar en cualquiera de sus formas, porque, para mí desplazarse en bicicleta lo es, solo que más rápido. En fin, caminar es una kinesis comprehensiva de todos los sentidos: apoderarse de todo lo que el entorno tiene, aprehenderlo: caminar conscientemente. No es nada nuevo, es simplemente necesario.

En este orden de ideas, Luciano Concheiro propone una filosofía práctica del instante en su ensayo Contra el tiempo. Abunda en ejemplos sobre un semiocapitalismo donde la exigencia es incrementar la velocidad y descansar es tan imposible como el insomnio la única manera de producir y consumir; alerta sobre los dispositivos de comunicación como prótesis de la oficina para una disponibilidad permanente donde el trabajo y la vida forman un continuum sin fronteras.

Byun-Chul Han, en su ensayo El aroma del tiempo, también alerta sobre la atomización, la fugacidad, la dispersión temporal y la consiguiente atomización de la identidad, con lo cual se pierde la noción del tiempo bueno y, así, la libertad de «morir a tiempo».

Frente a la aceleración, obstan los límites biológicos, quizás lamentablemente antes que tropezar con el sentido de la vida ¿Dejaremos de morir como ocurre en la pesadilla saramaguiana o perderemos a nuestros afectos sin darnos el tiempo de vivir su presencia?

Nuestra condición humana es una condición corporal y es una condición de identidad-alteridad. Aunque la caminata y/o el andar en bicicleta puedan tener el carácter utilitario de servir a nuestro buen aspecto físico, lo idóneo es hallar en el desplazamiento a tracción de sangre:

el lugar de una ética elemental a la altura del hombre. Hombres y mujeres se cruzan y están de entrada en un reconocimiento esencial unos de otros, se saludan, intercambian una sonrisa, una observación, informaciones sobre el sendero o su destino, responden a los informes requeridos por aquellos que se extraviaron. La caminata es un universo de la reciprocidad.

David Le Breton. Elogio de los caminos y de la lentitud.

5 comentarios en «Tacto, luego existo (I)»

  1. Triana Asian dice:

    Hay que sentirse agradecido cuando te encuentras textos como éste. Los que anhelamos un retorno a lo primigenio, o quien espera en su vida un reencuentro con su ser esencial, encontrará en las palabras de Carmen un raro y precioso bálsamo espiritual. Está reflexión nos invita a reconciliarnos con nuestro espacio físico, con nuestra anatomía y con las maneras naturales de resetear y optimizar nuestra química cerebral. Es fascinante cómo al desconectarnos del simple hecho de caminar, de transitar nuestros espacios, nos sumimos en estados depresivos, nos aislamos de nuestra propia naturaleza. Son palabras para analizar y reflexionar acerca de la dirección que está tomando nuestro viaje evolutivo.

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    1. Mina dice:

      Muchas gracias por exponer tus apreciaciones, Triana. Y si, necesitamos confesarnos permanentemente como seres estéticos. El ejercicio diario de ello nos provee de gozo, nos retorna a nuestra cualidad más humana, cosa que solo logramos remitiéndonos a nuestro umbral entre lo biológico y lo espiritual ¿no es eso justamente en lo que consisten los ejercicios de degustación y catas gourmet? Una háptica intensa nos retorna y sostiene en bienestar. Atención plena, pliegue al asombro de los sentidos. Por allí irán próximas entregas.

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      1. Arturo dice:

        Excelente reflexión. Asumir otros medios de locomoción cambiaría incluso el diseño de las ciudades, haría repensar la ciudad y el disfrute de sus espacios. Es urgente y necesario. Gracias Carmina, por recordarnos abrir los ojos.

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  2. Guido dice:

    Aquí hay enseñanza, invitación a la reflexión y al cambio, pero con ternura y amor o al menos así lo percibo, como quien enseña induciendo al autoaprendizaje, al autoconocimiento y al reconocimiento del entorno.

    Y en medio de esta lluvia del alma, encuentro un retrato de mi cotidianidad que odio y que he quiero cambiar:

    «La tecnología nos permite evitar el riesgo de sentir a algo o a alguien, de sentir intrusiones, de exponerse al conflicto o a la confrontación»

    No hay mejor palabra que describa la velocidad a la que hemos sido sometidos, que el término de dictadura. Va de la mano de la tecnología y para colmo, agradecemos sus «bondades» a cambio de una casi nula libertad.

    Cuando algo o alguien me lleva a la reflexión, lo aprecio más que el oro y lo atesoro en mi corazón, porque estas sacudidas te hacen entrar en el inicio de un cambio: Estar consciente de lo que sucede.

    Gracias por tu texto Carmen, tal como dice Triana, se trata de un raro y precioso bálsamo espiritual, que sacude el alma y nos invita a estar conscientes del entorno, de los olores, de los sonidos del alma, de las formas y a querer estar más en contacto con lo esencial.

    No te canses de compartir tu mundo, porque tu mundo es el nuestro y porque de él aprendemos y de seguro, nos retroalimentamos.

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  3. Maria Eugenia dice:

    En tiempos de pandemia hemos podido comprobar que si bien existe cierta paralización o detención de la actividad que conocimos, el flujo de información a través de los dispositivos es vertiginosa, acelerada, en un minuto y a través de los distintos grupos o comunidades de intereses que pretenden ser los grupos WhatsApp y que en realidad no lo son tanto, un río de información de todo tipo: noticias, artículos de análisis sobre la actualidad política, económica, salud, etc.
    y aqui me regreso a la idea inicial, la percepción de la velocidad del tiempo en momentos en que aparentemente todo se ha detenido por la pandemia y como el contacto con el otro que ya no es a través del tacto ni de los abrazos, las formas de comunicación se están transformando en virtuales, líquidas.
    Tacto en tanto tecleo y/o digitalizo una idea o emocion, la reflexión sobre algo.
    La velocidad a través de los dispositivos como producto de la ansiedad del encierro, desacostumbrados a la experiencia del tiempo para la lectura, la reflexión, desacostumbrados al ritmo del tiempo que hace posible el disfrute de estar con nosotros mismos, pero no por mucho tiempo, ni por obligación, porque
    somos en tanto nos relacionamos con los otros.
    Por lo pronto impedidos del contacto más cercano del tacto, los abrazos y la experiencia de ir recuperando la ciudad, antes por la escasez de transporte y ahora para evitar el contagio, caminamos, apropiándonos de la ciudad, reconociendo su diversa, ahogada y multiforme existencia.
    Quizás recuperemos la experiencia del «paseante», tan presente en Baudelaire.
    Siempre tuve la idea que para ser libre y vivir a plenitud nuestra autonomía, las mujeres debíamos disponer de un vehículo porque nos permite ir más allá de las fronteras que nuestra capacidad física nos permite.
    Interesante tema además de bellamente escrito. Gracias Carmen, lo disfruté.

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